
Pasamos gran parte de nuestra vida en el colegio.
Para muchas personas, esta es la mejor etapa de la vida.
Quieren volver a repetirla una y otra vez, algunas intentan seguir cultivando las amistades que allí germinaron, y otras se rinden antes de intentarlo.
Conocer a las personas con las cuales compartes gran parte del día, pasa a ser algo que se hace sin notarlo, de la misma manera que respiramos. No estamos concientes de la necesidad de conocer, pero vaya que es grande.
Durante esos años, conocí personas que ahora son importantes en mi vida, otras que lo fueron, y algunas otras que marcaron etapas de gran importancia en esos años.
Personas que amaban la música, que se abrazaban a ideales, que compartían sonrisas, que interpretaban los sueños.
Desde amantes de Nirvana, a alguien que leía el Tarot, todos aquellos, en su conjunto y en su individualidad, cambiaron algo en mí.
Tal vez en esos años me protegí más de lo que debía, pero poco a poco el temor se alejó, y ahora veo tan distintos aquellos días.
Hoy me encontré con tres de ellas. Tres compañeras con las cuales compartí mucho más que el aire de aquella sala de segundo piso. Ha pasado tanto tiempo, y a la vez, cuando las ví, fue volver a esos minutos, una vez más.
Nos pusimos al día desde la última vez, nos sorprendimos con algunos cambios, y comprendimos otros, algunas palabras no tuvieron oportunidad de salir, pero sin duda alguna, volvimos a ser aquello que ya eramos: unas cotorras.
Desde que salí del colegio, he cambiado mucho.
Nunca valoré algunas cosas que ahora veo con los mismos ojos que han cambiado tanto.
Debe ser que más que el colegio, es la vida la que enseña, y durante esos años, enseña más que palabras y operaciones matemáticas.
Y ahora me arrepiento de no haber aprendido con más personas algo que no fue un apunte, ni materia en clases, ni pregunta de prueba: transformar el compañerismo en amistad.
Unas pocas relaciones desde el colegio prosperaron, y otras, esperan una eterna respuesta, una señal o alguna casualidad.
No me rindo.